La sociedad pone «etiquetas» a las personas. Quiere encasillar a la gente clasificándola dentro de cierto tipo de categorías que le resultan cómodas. D.H. Lawrence demuestra lo insensato que resulta este proceso de clasificación en su poema: ¿Qué es él?
– ¿Qué es él?
– Un hombre, por supuesto.
– Si, pero, ¿qué hace?
– Vive y es un hombre.
– Oh, por supuesto! Pero debe trabajar. Tiene una ocupación de alguna especie.
– ¿Por qué?
– Porque obviamente no pertenece a las clases acomodadas.
– No lo sé. Pero tiene mucho tiempo. Y hace unas sillas muy bonitas.
– ¡Ahí está entonces! Es ebanista.
– ¡No, no!
– En todo caso, carpintero y ensamblador.
– No, en absoluto.
– Pero, si tú lo dijiste.
– ¿Qué dije yo?
– Que hacía sillas y que era carpintero y ebanista.
– Yo dije que hacía sillas pero no dije que fuera carpintero.
– Muy bien, entonces es un aficionado.
– ¡Quizá! ¿Dirías tú que un tordo es un flautista profesional o un aficionado?
– Yo diría que es un pájaro simplemente.
– Y yo digo que es sólo un hombre.
– ¡Está bien! Siempre te ha gustado hacer juegos de palabras.

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